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Canción del tedio

CANCIÓN DEL TEDIO

¡Oh, vida inútil, vida triste,

que no sabemos en qué emplear!

Nos cansa todo lo que existe

por conocido y por vulgar.

 

¡Nuestro mal no tiene remedio

y por siempre vamos a sufrir

la cruel mordedura del tedio

y la ignominia de vivir!

 

¡Frívolos labios de mujeres

nos brindan su hechizo fatal!

¡Infeliz del que oyó en Citeres

la voz del Pecado Mortal!

 

Vuelan las almas amorosas

hacia los ojos de abenuz,

e igual a incautas mariposas

queman sus alas en la luz.

 

Pero no tienta al alma mía

dulce mirar o labio pulcro…

Yo pienso en el tercero día

de permanencia en el sepulcro.

 

Tras de los éxtasis risueños

con lunas y aves en la brisa,

se deshacen nuestros ensueños

como palacios de ceniza.

 

Tened de amor el alma llena

y perderéis en la aventura:

eso es hacer casa en la arena,

como nos dice la escritura.

 

Invariable, sólo el fastidio;

siempre es el viejo spleen eterno.

El negro lago del suicidio

es la antesala del Infierno.

 

Idealiza, ten el anhelo

del águila o de las gaviotas;

ya volverás al duro suelo,

Ícaro con las alas rotas…

 

Un palimpsesto es nuestra vida:

Dios en él borra, escribe, altera…

mas la última hoja es conocida:

una cruz y una calavera…

 

Señor, cual Goethe no te pido

la luz celeste con que asombras:

dame la noche del olvido:

yo quiero sombras, sombras, sombras…

 

¡Estoy sediento, no de humano

consuelo, para mi aflicción:

quiero en el lirio de tu mano

abandonar mi corazón!

 

¡Como una inútil alimaña

que se arroja lejos de sí,

anhelo arrancarme la entraña

que palpita dentro de mí!

 

Y con aquella calma fría

del que un principio no ve,

iré a buscar mi paz sombría

no importa a dónde…, pero iré

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Lo tardío

LO TARDÍO

Madre: la vida triste y enferma que me has dado

no vale los dolores que ha costado;

no vale tu sufrir intenso, madre mía,

este brote de llanto y de melancolía!

¡Ay! ¿Por qué no expiró el fruto de tu amor,

así como agonizan tantos frutos en flor?

 

¿Por qué, cuando soñaba mis sueños infantiles,

en la cuna, a la sombra de las gasas sutiles,

de un ángulo del cuarto no salió una serpiente

que, al ceñir sus anillos a mi cuello inocente,

con la flexible gracia de una mujer querida,

me hubiera libertado del horror de la vida…?

 

Más valiera no ser a este vivir de llanto,

a este amasar con lágrimas el pan de nuestro canto,

al lento laborar del dolor exquisito

del alma ebria de luz y enferma de Infinito!

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La fuente triste

LA FUENTE TRISTE

I

Al par te implora y te mima

en mi canto, mi tristeza:

te solloza cada rima

y cada estrofa te besa.

 

II

Dices que no tienen motivo mis penas,

pues las lloro mías cuando son ajenas…

¡Ay!, ese es mi encanto:

llorar por aquellos que no vierten llanto.

 

III

Como Dios me ha dado don de melodía

en música pongo mi melancolía:

que el llanto mejor

es ése que recuerda con dulce rumor.

 

IV

Cuando mi tributo reclames —¡oh, Muerte!—

dulce reina mía, ¿qué podré ofrecerte…?

¿Te daré mis alas…? ¡Ay!, pero mis alas

mancharon de cieno las pasiones malas.

¿Te daré mi llanto…? Mi llanto, bien sé,

como lo prodigo, que ni eso tendré.

Mas, como algo puedes, te dará mi amor

lo único que tengo propio: mi dolor.

 

V

Ya me ofrezcan rosas o me den espinas

yo bendigo siempre tus manos divinas.

Corazón del que ama es como la rosa:

perfuma la mano de quien lo destroza.

 

VI

Hora en que te conocí,

hora de Anunciación,

hora azul en que cantaba

la alondra de la Ilusión;

hora de armiño y de seda

sobre la que Dios bordó

tu monograma y el mío

en el telar del Amor.

 

VII

El mundo jugó en mis sueños,

la Mujer con mi corazón

y la llama de mi fe, pura,

sopló Satán y la apagó.

Y, pues, Mundo, Demonio y Carne

en mi alma vertieron su hiel,

cuando venga por mí la Muerte

poca cosa tendré que hacer.

 

VIII

En vano es que tu clara risa de oro

me intente consolar… Y, aunque lo pueda,

hoy mi tristeza es mi único tesoro

y, si tú me la quitas, ¿qué me queda…?

 

IX

No despiertes sorprendida

de que amanezca a tal hora:

se ha adelantado la Aurora

para mirarte dormida.

 

X

Fuera el mayor embeleso

de mi réproba alma loca

ir al Edén de tu boca

por el camino del beso.

 

XI

Tan levemente resbalas

sobre la asiática alfombra

que mi ternura se asombra

de no mirarte las alas.

 

XII

Por tu desdén se convierte

toda caricia en herida

y tu mirada es la vida…

Pero a mí me da la Muerte.

 

XIII

La enfermedad que yo tengo

mi corazón sólo sabe;

como él nunca la dirá,

nunca ha de saberla nadie.

La sabe el claro de luna

y el parque gris: ¡preguntadles…!

La sabe el viento que pulsa

las liras crepusculares…

Mis versos la están diciendo

y no la comprende nadie…

La enfermedad que yo tengo

en silencio ha de matarme.

 

XIV

Mi corazón goza en tus

pupilas de noche inerte

la dulzura de la muerte

en un abismo de luz.

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El aviso

EL AVISO

Jorge subió tambaleando los escalones sombríos de su casa. Como un hombre perseguido por algo espantoso, imposible de precisar en lenguaje humano, atravesó los corredores silenciosos que conducían a su cuarto de soltero. Entró; y, como si fuera a cometer un crimen, dio doble vuelta a la llave…

¡Al fin, solo!… Intentó poner un poco de orden en el mar agitado de su cerebro.

Comenzó a precisar la escena: En el salón tapizado de rosa pálido, a la luz de las áureas arañas de cristal, indolente en el sofá de terciopelo rojo, como una evocación oriental de las estampas de Scheherazada, estaba Ella, excelsa de gracia juvenil, jugando distraída-mente, con volubilidades de chiquilla engreída, con los sedosos rizos de su nocturna cabellera perfumada. A su lado, devorando con sus pupilas negras y tristes el tesoro vernal de su belleza, El, con la voz opaca de contenida amargura, le decía frases lentas, como si quisiera besarla con cada sílaba dulce como el sabor de una caricia furtiva.

Y si aquel hombre renunciara a la vida, antes que renunciar a su amor, si se matara ante la imposibilidad de su pasión ¿le creería Ud., entonces?

-Quién lo sabe!..

-Y si aquel hombre fuera yo, si.

Ella lo dijo lanzándole una fría mirada de conmiseración, de piedad, de ironía. Aquella leve y desesperante sonrisa con que subrayó su frase de vitriolo, quemó el alma de Jorge y no quiso, no pudo oír más. Le martillaba alguien las sienes… Y, correcto, crispado, mudo, abandonó el salón… Hasta la asistencia oyó, como una burla postrera, la musical sonrisa de fontana enloquecida de Ella…

Estaba resuelto… ¡Oh, si! Él le probaría lo contrario… –¡Chiquillol Esa era una ofensa de las que se lavan con sangre y, en la imposibilidad de matarla, se mataba ¿había algo más lógico?…

Entró de puntillas en su cuarto que estaba contiguo a la alcoba de su madre; encendió luz. Como quien despierta de un sueño en el sitio donde no se quedó dormido, miró con asombro y placer su cuartito de soltero: la mesita escritorio, los cuadros, casi todos copias de los maestros contemporáneos; los retratos, el plafond de azul pálido con su cadena pastoril-Arcadia, ninfas y sátiros en una danzarina ronda y (cosa rara que Él no se pensó) lo halló tan confortable, tan bien, que se detuvo acariciando todo con voluptuosidad nunca gustada y gozándose en dirigir amorosas miradas hasta al más simple detalle.

Súbita, la idea, la mala idea que, como la tentación de que habla el doctor místico, en caliente ráfaga soplada por el mismo Satanás, tornó a azotar su espíritu… No titubeó más: una serenidad horrible se enseñoreaba en su alma. Nada de cartas ni de escrituras póstumas -pensó-. Aquello le pareció la última palabra de lo cursi.

Abrió su escritorio; tiró de un cajón; de un estuche de plata sacó una jeringuilla, la aguja de Parvas; fríamente, poniendo un cuidado máximo comenzó a llenar de liquido el tubo… cinco… diez centigramos… la morfina penetraba, lenta y segura, al ascender del émbolo… Ya había una dosis para asesinar a tres hombres… y el alcaloide seguía entrando y el émbolo seguía retrocediendo…

Cuando hubo terminado la operación se acostó en el diván, se desnudó el brazo; con un suave impulso consiguió hacer penetrar la aguja en la desnuda carne; oprimió el émbolo… Werther… Silva… Acuña… Leopardi… En ese instante, rasgando el trágico, el absoluto silencio de la noche, se oyó un suspiro, uno de aquellos suspiros que lanzan las personas dormidas al despertar. El suspiro partió de la vecina alcoba, de la de su madre.

Jorge tembló, la aguja maldita con la jeringuilla preñada del alcaloide el suelo. Aquel suspiro de su madre adormecida; aquel aviso, dado en sueños, por el alma omnivigilante de la dulce dueña de sus días, lo desconcertó. Como un ladrón sorprendido a mitad de su criminal tarea, no supo qué hacer… Se incorporó; con el pie estrujó la jeringuilla contra la alfombra, tal el santo su patrono, el radiante San Jorge de las estampas nobiliarias inglesas, humillando dragones policéfalos.. Apagó la luz.. Y se metió en su cama, como un hombre al que no le ha pasado nada…